Quetzaltenango, la segunda ciudad más grande en Guatemala, también conocida por su nombre de origen maya, Xelajú, o simplemente Xela, guarda una escalofriante leyenda cuyos orígenes se remontan a fines de la década de los cincuenta, todavía la urbe alejada de la modernización actual, la población menor populosa y los vecinos más cercanos y amigables entre sí. No fue esto óbice, como pronto veremos, para que Quetzaltenango fuese teñida por la tragedia.
Cuentan los memoriosos que por esas épocas, en cercanías del parque Benito Juárez, vivía un niño, de apenas ocho años, cuyo nombre completo era Gerardo Valdizán Botrán, conocido por todos como Gerardito, estudiante del Liceo Guatemala. Una tarde se encontraba jugando, como de costumbre, en el parque, cuando se le acercó un hombre de aspecto corriente, tomó de su bolsillo unos dulces y se los ofreció.
Gerardito aceptó con felicidad, y los degustó mientras aquel hombre le aseguraba que en su domicilio, que se encontraba a pocas cuadras, guardaba carretadas de golosinas, y que Gerardito sólo tenía que acompañarlo para comer hasta hartarse. Entusiasmado por la oferta, el niño decidió seguir al desconocido hasta su casa.
El lector se imaginará que el adulto no traía las mejores intenciones. No obstante, debe recordarse que nos hallamos en una lejana década del siglo XX, en la que las noticias de vejámenes y asesinatos infantiles eran muy poco comunes, y por lo general la población era confiada al punto que los niños solían jugar en la calle o en los alrededores de sus casas sin demasiada supervisión, ya que hasta el tráfico era menos intenso, al menos en ciudades y pueblos chicos.
Gerardito fue con el hombre hasta una casa grande, de muchas habitaciones, en una de las cuales el sujeto lo introdujo y le indicó que lo esperara allí. Lo que sigue es objeto de muchas especulaciones.
Minutos después, los vecinos oyeron desgarradores gritos. Al salir varias personas a la calle, vieron a un individuo huir apresuradamente de la casa en cuestión, y al cuerpo de Gerardito yacer en el suelo de una de las habitaciones.
Mientras varios hombres emprendían la persecución del individuo, se constató que el niño aún vivía, pero había recibido terribles golpes que dificultaban su respiración. Finalmente, expiró, no sin que sus últimas palabras fueran: “Antes morir que pecar”. Toda la ciudad se sintió conmovida por esta demostración de rauda madurez en un niño de ocho años que había preferido la muerte a entregar su virtud. En cuanto a su asesino, fue atrapado y llevado ante las autoridades, y dos versiones circulan sobre su identidad: que se trataba de un miembro de una conocida y respetada familia, o bien que se trataba de un pariente de Gerardito, lo que explicaría la confianza que éste había tenido para con el supuesto extraño desde el primer momento. Sea como fuere, el hombre fue condenando a pasar el resto de su vida en prisión.
La última frase que el niño Gerardo había pronunciado antes de morir quedó en la memoria de todos, y su tumba se convirtió en un santuario. La leyenda afirma que el fantasma de Gerardito se aparece a las personas que piden su intercesión en asuntos de angustia moral y se encomiendan a su guía, y que soñar con él proporciona paz interior y sabiduría para obrar rectamente.